Nicolás Maquiavelo

 El pensador político más destacado del Renacimiento fue Maquiavelo, pues inauguró la ciencia política moderna al ocuparse de los asuntos de Estado desde una nueva perspectiva y con un método más científico.

Maquiavelo era un político práctico , al que le interesaba intervenir en el gobierno de su Estado más que teorizar. Pero era consciente de que toda acción orientada a un fin debe ser guiada por unos principios teóricos, de los que se derivan las reglas prácticas que permiten alcanzar dicho fin.



Expuso los principios de la acción política en sus dos obras más famosas, El príncipe y Discursos sobre la primera década de Tito Livio, para que sirviesen como guía a los gobernantes. En ellas adopta una actitud muy pragmática: no trata de describir Estados ideales y perfectos, modelos que imitar en los cuales no hay problemas, sino Estados reales, constituidos por personas con virtudes y vicios, que tienden a corromperse y, como consecuencia, a desaparecer. Bajo este enfoque, Maquiavelo entiende que el fin de la política es conservar la unidad e identidad de la comunidad.

Para que la reflexión teórica sea útil en la práctica, sus principios deben estar fundados en la experiencia, y sus reglas, corroboradas por ella. Por eso, Maquiavelo extrae las normas que deben guiar la acción política a partir del estudio de la historia. Concretamente, se fija en la historia antigua de Roma, en la que se encuentran los orígenes del pueblo italiano y de la aspiración a una Italia unida.

Este método historiográfico presupone aceptar una cierta regularidad en la naturaleza del ser humano y en la sucesión de los acontecimientos, pues de lo contrario la observación del funcionamiento de los asuntos humanos no permitiría extraer leyes o normas lo suficientemente universales como para ser útiles. Por eso es posible una ciencia de la política encargada de obtener dichas reglas, que rigen la mecánica del poder y por tanto han de servir para orientar al gobernante.



Tendencia al desorden

La regla general es que con el paso del tiempo toda ciudad tiende inevitablemente hacia la degeneración y la corrupción de sus instituciones y habitantes, por lo que el fin de todo buen gobernante debe ser el de contrarrestar esta tendencia natural y esforzarse por mantener el orden.

Esto se debe a la naturaleza del ser humano, que le hace obrar de una manera bastante previsible aunque goce de libre albedrío. Esta naturaleza se puede descubrir a partir de la experiencia y la observación. A partir de ellas, Maquiavelo constataba que el ser humano es esencialmente egoísta: obra por miedo cuando no tiene cubiertas sus necesidades, y por ambición cuando las tiene cubiertas.

Por eso, para garantizar la seguridad de los miembros de la comunidad, que es el fin por el que esta se contribuye, deben dictarse leyes que obliguen a todos los ciudadanos a actuar en vista al bien común. Este es el objetivo de las leyes, y el legislador debe elaborarlas como si todos los seres humanos fueran los malos, pues, si todos fuesen buenos, estas no serían necesarias. Además, el gobernante debe vigilar su complimiento. De lo contrario, la ambición origina desigualdades políticas, que conducen a la corrupción del Estado y, con ello, a su desintegración.



El fin justifica los medios

La gran innovación que introdujo Maquiavelo en la forma de enfocar la política fue la afirmación de que, en vistas a conseguir el fin de la política, es decir, asegurar la supervivencia y el bienestar de la comunidad, pueden utilizarse medios inmorales, siempre que sea estrictamente necesario y que estos medios resulten verdaderamente efectivos. Esta idea se suele resumir en la máxima "el fin justifica los medios" (a pesar de que esta no aparece literalmente en ninguno de los escritos de Maquiavelo). Por ejemplo, aquel que quiera consolidar un régimen republicano en una antigua tiranía deberá ejecutar al tirano y a sus partidarios, pues, de lo contrario constituirá un Estado de muy corta vida.

Está justificando usar medios inmorales porque es el resultado lo que cuenta y lo que juzga el pueblo. Por este motivo, cualquier medio usado para ello será aceptado si resulta eficaz (a no ser que el mismo resultado se pudiese haber obtenido con un medio mejor). Como es natural, solamente está justificado recurrir a esos métodos en situaciones extraordinarias.



Autonomía de la política 

La perspectiva que justifica los medios se basa en la creencia en la autonomía de la política respecto de la ética: hay situaciones en las que la acción política no debe tener en cuenta la moral, por lo que la política no está subordinada a la ética. Pero tampoco está subordinada la ética a la política, pues el fin de esta última es precisamente garantizar una comunidad en la que sea posible una vida ética, que humanice a sus habitantes.

El político debe poner el bienestar de la comunidad por encima del de cualquiera de sus individuos (incluido él mismo). Fuera de una comunidad libre e igualitaria no puede existir la moralidad, pues esta deriva precisamente de las reglas que hay que seguir para mantener la libertad e igualdad de sus miembros, Pero, justamente porque fuera de la república no puede existir la moralidad, en las situaciones excepcionales en las que peligra la supervivencia de la comunidad, el gobernante puede recurrir a medidas extraordinarias y no está sometido a ninguna norma moral. Al contrario, debe instaurar las costumbres y normas morales que considere necesarias para garantizar la supervivencia del Estado.




La figura del príncipe




La virtud del gobernante consiste en ser capaz de tomar las medidas adecuadas para mantenerse en el poder, y con ello garantizar la continuidad de la comunidad, preparándose para hacer frente a los reverses de la fortuna cuando estos se presenten. Un gobernante solo es digno de gloria y no de infamia después de su muerte si posee virtud política, que es la que está dirigida a conseguir el bienestar de la ciudadanía, o sea, la que promueve un régimen que garantiza la libertad y la igualdad civiles entre sus habitantes; es decir, una república gobernada por una Constitución, a imagen de la antigua Republica romana.

Solo un príncipe de gran virtud política es capaz de salvar una ciudad corrompida, pues es necesario llevar a cabo un cambio radical en su orientación y en sus costumbres para evitar su desintegración. El príncipe debe adoptar las medidas extraordinarias necesarias para eliminar la corrupción: recurrir a la crueldad, a la bestialidad, al engaño, etc., a pesar de que eso signifique hacerse enemigo de todos y ganarse fama de cruel y tirano.

Para evitar la mala fama en la medida de lo posible, debe simular que es virtuoso, peor no serlo, pues según Maquiavelo las virtudes éticas son perjudiciales para un príncipe si las observa siempre, ya que a menudo debe actuar contra ellas para conservar su Estado. Sin embargo, le resulta útil aparentar tenerlas. 

El príncipe también debe ser capaz de crear las condiciones necesarias para restaurar la libertad de la ciudad, es decir, para instaurar una república de la ciudad, es decir, para instaurar una república (eliminar las desigualdades civiles, dictar nuevas leyes adaptadas a la nueva situación, etc.), pues en caso contrario, se convierte en un tirano.

Esto era lo que necesitaba la Italia renacentista, en opinión de Maquiavelo: un príncipe capaz de unirla y dotarla de nuevas costumbres y leyes que eliminaran la corrupción y la convirtieran en un Estado libre, para recuperar el esplendor de sus orígenes. 



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