El liberalismo utilitarista de Stuart Mill

 Durante la primera mitad del siglo XIX, nació en Inglaterra una corriente de pensamiento que defendía un positivísimo moral. Conocida con el nombre de utilitarismo, compartía con el positivismo de Comte la promoción de una reforma de la sociedad por medio de planteamientos científicos. Aunque Jeremy Bentham (1748-1832) es considerado el fundador del utilitarismo moderno inglés, quienes lo ampliaron y desarrollaron fueron su amigo y discípulo James Mill (1773-1836) y, sobre todo, Jhon Stuart Mill (1806-1873), hijo del anterior, que ofreció su sistematización teórica más completa. 




El enfoque utilitarista 

Desde una visión más pragmática que especulativa, los utilitaristas consideraban que, para renovar con éxito la vida social se ha de tener en cuenta la economía política. Por ello, se basan en el liberalismo económico de Adam Smith (1732-1790), así como en las revisiones que le hicieron Thomas Malthus (1766-1834) y David Ricardo (1772-1823), las dos grandes autoridades en economía política de la época, cuyas teorías más tarde iba a discutir Karl Marx (1818-1883)     

Los cambios que se produjeron en Inglaterra a raíz de la Revolución Industrial preocuparon a los utilitaristas, quienes veían que los desequilibrios sociales aumentaban. Animados por su deseo de mejorar las condiciones de vida de la población, sostenían que los legisladores deben decantarse siempre por aquellas normas que puedan hacer feliz al mayor número de persona posibles.     

Esta regla moral debe dirigir la actuación de los legisladores y es extensible a cualquier acción humana. Se trata del principio básico de la escuela utilitarista: el criterio que debe regir nuestra conducta ha de ser la utilidad, es decir, se han de realizar preferentemente aquellas acciones que favorezcan la mayor felicidad para el mayor número de personas. Esta norma se conoce como principio de utilidad o de la máxima felicidad. El utilitarismo defiende, pues, un hedonismo social.       

Felicidad y placer son dos términos que los utilitaristas tienden a emplear como sinónimos. El placer es presentado como lo bueno, lo deseable, mientras que el dolor es lo contrario. Por lo tanto, sostienen que las mejores acciones son aquellas que se acercan más al placer y se alejan más del dolor. La afirmación de que el placer es deseable es algo que los utilitaristas consideran que no requiere ninguna justificación teórica, sino que lo toman como un hecho que está ampliamente constatado por la experiencia: en todo momento, los seres humanos viven buscando el placer y rehuyendo el dolor.      




Jeremy Bentham 

Para mejorar el sistema jurídico, en el cual encontraba muchos defectos, y otorgarle una mayor racionalidad, Jeremy Bentham se planteó como objetivo elaborar una serie de principios que permitieran definir una legislación científica. Le animaba un espíritu positivista y pragmático: quería basarse en la experiencia y ser objetivo; además, buscaba principios claramente orientados a la aplicación práctica.     

La ciencia moral debe asumir que el único fin del obrar humano es la felicidad, entendida como la consecución del placer, de manera que los demás conceptos morales (justicia, virtud, honradez, etc.) no son sino medios para alcanzar dicho fin, y su bondad radica precisamente en la contribución que puedan hacer a este efecto. 

Para aplicar el principio de la máxima felicidad, hay que escoger la acción que proporcione mayor placer en cada caso. El juicio moral se convierte así en un cálculo felicífico, que asigna a cada acto la cantidad de placer que tiene a proporcionar a la comunidad. Bentham llama sanciones a las consecuencias (placeres y dolores) que se derivan de las acciones humanas. Estas pueden proceder de cuatro fuentes:     

  • Física o natural: producida por causas naturales. Ej: agotamiento al trabajar 
  • Política: Impuesta por el legislador. Ej: trabajos forzados 
  • Moral o popular: proviene del trato con los demás. Ej: mala consideración social del presidiario 
  • Religiosa: impuesta por el Ser Supremo. Ej: arrepentimiento sincero 
Para establecer la cantidad de placer o dolor que se deriva de una acción, según Bentham, es necesario atender a siete factores que determinan su valor y en función de los cuales podemos definir su grado de utilidad. La elaboración de una legislación científica debe observar estos factores, y el instrumento de que dispone el legislador para hacerlo son sanciones políticas. 

En el establecimiento de dichas sanciones, y especialmente en su aplicación práctica en los casos particulares, los jueces deber tener en cuenta, no obstante, la diferente sensibilidad de las personas, pues tales factores no funcionan igual en cada uno de nosotros: la constitución física, la educación, los hábitos y muchos otros elementos influyen en la capacidad de cada uno para obtener placer o dolor.  

Factores que determinan el valor del placer: 
  1. Intensidad
  2. Duración 
  3. Probabilidad de experimentarlo 
  4. Proximidad de su consecución 
  5. Fecundidad: probabilidad de generar más placeres. 
  6. Pureza: probabilidad de no generar dolores. 
  7. Extensión: número de personas afectadas         

Defensa del Estado Mínimo 

Según Bentham, dado que todo poder supone en cierta manera una coacción para los ciudadanos, la coherencia con el principio de utilidad exige que el legislador comprenda que no debe imponer sanciones políticas sobre aquellos aspectos de la vida que no lo requieran necesariamente. 

Debe evitarse que los ciudadanos sientan un excesivo control sobre sus vidas, pues esto les provocaría infelicidad. Así, el legislador ha de abstenerse de establecer leyes sobre cuestiones como, por ejemplo, la moralidad sexual. Cabe señalar que para Bentham esto debe aplicarse igualmente a la hora de fijar cuál es la conducta moral socialmente admitida, pues ella es también fuente de sanciones que pueden suponer opresión innecesaria sobre los individuos. 

Por el mismo motivo, siempre que la utilidad no recomiende lo contrario, el Estado no ha de intervenir en cuestiones económicas; debe limitarse a garantizar la seguridad de la propiedad y la libertad de mercado. Bentham entiende, pues, que todo gobierno es malo por naturaleza (aunque un mal necesario), por lo que debe reducirse a su mínima expresión y limitarse al ámbito en que sí sea de utilidad. 

La experiencia le había enseñado a Bentha, que  amenudo el gobierno solo busca la máxima felicidad de los gobernantes y no la de la mayoría. A causa de esto propuso no otorgar confianza ciega al poder, sino establecer una continua supervisión pública de los gobernantes, funcionario y jueces, para evitar la imposición de leyes que no contribuyan a la utilidad. 

Bentham consideraba que la mejor forma de gobierno es la democracia, pues solo esta hace coincidir la felicidad de los gobernantes con la de la mayoría. Jhon Stuart Mill también defendió las tesis democráticas. Ambos fueron partidarios de una democracia representativa para poblaciones grandes, ya que los ciudadanos solo escogen, de manera natural, a aquellos que quieren servir al interés general. Debe haber, pues, un sufragio universal, en el que queden incluidas las mujeres. 


El panóptico 

Dentro del proyecto de reformas sociales que Bentham se planteó como objetivo de su filosofía, figura su propuesta de un nuevo modelo arquitectónico para las prisiones. De acuerdo con su ideal de optimizar los recursos en todos los ámbitos planteó un diseño que permitía obtener la máxima eficacia en las tareas de vigilancia. Lo describió en su obra Panóptico (pan: "todo, óptica: "visión") 





John Stuart Mill 




Jhon Stuart Mill es el mayor representante de la filosofía utilitarista. Le debemos la formulación más madura y completa de las ideas de dicha corriente de pensamiento, pues fue quien desarrolló de manera explícita los principios en los que se apoya. 

La exigente educación a la que es sometido por parte de su padre le dotó de un carácter marcadamente intelectual, introvertido y honesto. De él aprendió las bases del utilitarismo. En su Autobiografía, Stuart Mill cuenta que cuando tenía 15 años ya había leído las obras de Bentham (a quien más tarde le iba a dedicar una de sus primeras obras) y había comenzado a editar la Westminster Reiview, y a tan temprana edad ya se propuso tratar de mejorar la sociedad de su tiempo. Se sentía llamado a convertirse en un reformador social. 

Sin embargo, cinco años más tarde, en 1826, sus planteamientos entraron en crisis, pues se preguntó si de verdad sería feliz en la sociedad que estaba soñando. La respuesta que se dio a sí mismo fue que no. Entendió que era más feliz programando reformas sociales que viviendo en un mundo donde ya estuviesen plenamente satisfechas. 

Mill veía que lo que dotaba de sentido a su existencia era la lucha por lograr tales ideales. Pero se preguntaba qué podría dar sentido a su vida y a la de las demás personas que una vez alcanzaron ese objetivo. La cuestión era si basta con conseguir una sociedad donde las leyes asegurasen la libertad y la igualdad de todos los seres humanos para garantizar su felicidad. 

Años más tarde recuperó el entusiasmo. Su acercamiento a la poesía lírica y a la música lo arrancó de su marcado racionalismo, despertó su lado más emocional y renació su confianza en la posibilidad de una vida plena. Se convenció de que el logro de una sociedad justa permitiría crear las condiciones para que los seres humanos fueran felices. Serían el cultivo del arte y el desarrollo o de una fina sensibilidad hacia la belleza y los sentimientos lo que permitiría elevar al hombre y dotarlo de una vida excelente. 

En Sobre la libertad, Stuart Mill desarrolla esta idea y afirma que hemos de considerar nuestra vida como una obra de arte y, en consecuencia, debemos dirigir nuestros actos hacia el objetivo de dejar en ella nuestra huella personal. Sin duda, esta perspectiva profundamente humanista del pensamiento de Mill determinó de manera decisiva su revisión de la estrechez y rigidez del utilitarismo.

Por ello, muchas de las críticas que se han hecho al utilitarismo (por ejemplo, algunos cuestionan que, según el principio de utilidad, sería legítimo sacrificar víctimas inocentes si ello contribuyera al bien de la comunidad) no son aplicables a la teoría de Jhon Stuart Mill, quien no admitiría ciertas interpretaciones tergiversadas de sus ideas. 



La lógica 

Stuart Mill sabía que, si quería presentar el utilitarismo como una auténtica ciencia moral, en primero lugar debía investigar de qué modo operan las ciencias, cuáles son sus bases epistemológicas. Dicha investigación la llevó a cabo en su Sistema de la lógica

Para Mill, la lógica es la teoría de la demostración, pues estudia cómo es posible alcanzar el conocimiento. Por eso la consideraba la base de toda ciencia. Sin embargo, la lógica solo posee carácter instrumental; por sí sola no proporciona conocimiento, ya que este se obtiene exclusivamente mediante la experiencia. 

Su teoría de la ciencia refleja su empirismo. Defendía la tesis de que no existen ideas innatas o principios a priori, ni siquiera propiamente intuiciones intelectuales, sino que todo aquello que es tenido por tal en realidad se origina en la experiencia y en generalizaciones derivadas de ella. 

Incluso los axiomas, definiciones y proposiciones de las matemáticas se obtienen, según Mill, por generalización: la afirmación de una propiedad de la circunferencia es una consecuencia de observarla, demostrar dicha propiedad para una circunferencia concreta y, por último, reconocer que se cumplen de manera análoga en todos los objetos semejantes. 

Según las teorías clásicas, se distinguen dos tipos de inferencias que permiten demostrar las proposiciones: deducción e inducción. Pero Jhon Stuart Mill afirmó que en realidad "toda inferencia es de particulares a particulares". Aunque la deducción consiste en pasar de proposiciones generales a particulares, ello no invalida lo anterior, puesto que para Mill todo enunciado general debe su origen a la inducción a partir de los casos particulares observados    

Toda ciencia se basa, pues, en la inducción, entendida como generalización de la experiencia. Esto significa que no hay verdades necesarias absolutamente, sino solo hipotéticamente (pues al generalizar siempre corremos el riesgo de equivocarnos). Ni si quiera nuestros principios lógicos más básicos, como el principio de no contradicción, son necesarios, pues se construyen con la experiencia. 

La inducción se apoya en el hecho de que en la naturaleza contemplamos numerosas regularidades que expresamos a través de leyes. Parece existir un principio de uniformidad en la naturaleza, según el cual cabe esperar que esta actúe en el futuro como lo ha venido haciendo hasta ahora. Mill señala que el cosmos parece obedecer a la ley de casualidad, que explicaría dicha uniformidad. 

No obstante, Mill reconoce que nuestra confianza en dicha ley también se debe a la experiencia, por lo que no cabe una justificación última de la misma inducción. Es por ello que el conocimiento humano no puede pasar de ser hipotético. Aun así, y siguiendo a Francis Bacon, Mill ofrece unas pautas estrictas que permiten aplicar la inducción con las máximas garantías posibles, para poder eludir las conclusiones escépticas. 




Las ciencias morales 

Para poder determinar qué es lo correcto moralmente, este pensador trata de establecer un criterio único. Este criterio, de acuerdo con sus planteamientos utilitaristas, es precisamente el principio de utilidad o de la máxima felicidad. Mill no defiende un utilitarismo del acto, sino un utilitarismo de la regla o la norma. Examina qué normas de conducta son acordes con la búsqueda de la máxima felicidad para el mayor número y cuáles no. Decir la verdad o ser solidario, por ejemplo, son buenas reglas de conducta, puesto que nadie querría vivir en una sociedad que tiene como norma de conducta habitual entre sus miembros mentir o no ofrecerse ayuda mutua. 

Aunque determinadas normas se revelen como adecuadas y su cumplimiento deba guiar a nuestra conducta, Mill admite que puede haber casos en los que por razones utilitarias sea preferible hacer excepciones. Por otra parte, a diferencia de Bentham, el utilitarismo de Mill admite que, en la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número, no todos los placeres son del mismo tipo ni son igualmente deseados por las personas medianamente educadas e ilustradas, sino que unos son cualitativamente superiores a otros. 

El criterio para decidir que un placer es superior a otro procede de la valoración que hagan los llamados expertos: si la mayoría de las personas que han probado dos placeres deciden que es mejor uno que otro, eso significa que el escogido es de mayor calidad. Mill asegura  las personas que han probado distintos tipos de placeres coinciden mayoritariamente en valorar como preferibles los placeres asociados a las facultades que nos definen como seres humanos. 

En cuanto a la política y al papel del Estado, Jhon Stuart Mill considera que este debe recurrir a sanciones externas para imponer normas que favorezcan la máxima felicidad. No obstante que, ante todo debe defender la libertad de los individuos, pues esta es indispensable para que las personas puedan ser realmente felices. Por esta razón, Mill entiende que "la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es evitar que perjudique a los demás". Si el Estado legisla sin respetar esta condición, limita la libertad de las personas, lo que va en detrimento de su felicidad. 

Con este principio, que recibe el nombre de principio de indemnidad o principio del daño, se garantiza que cada uno pueda buscar su propio bien sin que nadie se lo impida, y como él tampoco podrá impedir la felicidad de los demás, aumentará la felicidad general. 




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